viernes, noviembre 17, 2006

Recuerdos de un naufragio.

Era un día soleado, y al decir soleado me refiero a uno de esos días de agosto, donde el sol se siente sobre la piel desnuda como una de esas mantas sintéticas cuyo tejido pica como cientos de diminutos alfileres.

Acudimos a disfrutar como siempre que tenemos un paréntesis, de las playas de Cádiz, mágicas todas. Recalamos un par de días en los Caños de Meca, buscando sus calas prohibidas, reserva ultima de los últimos nómadas.

Apenas había viento, para lo habitual en la zona, la brisa justa para arrebatar el frescor a la espuma de las olas y mitigar levemente la canícula.

Y allí estábamos, como lagartos al sol, tostándonos, riendo, disfrutando del atisbo de pureza salvaje que las ensenadas de los caños emanaban, a pesar de la creciente colonización.

Allí, entre yonkis que iban de hippies, hippies que iban de Prada, yuppis que iban de tripis, y titis que iban sin nada. De repente atraco una patera, con su clandestina carga.

Los que aun podían moverse salieron corriendo desorientados, intentando seguir las indicaciones de los bañistas que señalaban al bosque cercano de pinos como escondite y escapatoria a la benemérita, que ya acudía a pie o en los mismos Land Rover en los que al amanecer recorren la playa ávidos de amonestar a los peligrosos pernoctadores que desean dormir acurrucados por el rumor de las olas.

Muchos de los náufragos desgraciadamente apenas podían moverse, y nunca supimos si todos los que partieron en aquella barca llegaron a la playa paraíso, donde fueron socorridos por un puñado de blancos desnudos y perseguidos por la autoridad uniformada. La gente se comporto de manera ejemplar, en pocos minutos se abasteció de lo necesario a los recién llegados, las toallas sirvieron como mantas que caían una tras otra para cubrir los hombros temblorosos por la hipotermia de los que a pesar del calor mostraban los labios azules que sucumben al frío. Se hizo acopio de caramelos como fuente de azúcar, yogures, zumos para la deshidratación, todas las neveritas playeras de la zona hicieron su donación a los voluntarios nudistas que corrían de aquí para ya, entregando la ayuda humanitaria.

Y entre tantas escenas dalinianas, enmarcadas en tan bello paisaje; hubo una imagen que se me quedo grabada y espero no olvidar jamás. Un pequeño bebe, que aun no llegaría al año de vida y que ya había corrido mas peligro por ella que cualquiera de los que lo contemplábamos, fue tomado en brazos por una mujer de los muchos voluntari@s que acudieron a arrimar el hombro, y que empezó a amamantar al pequeño.

Un gesto sin raza, sin color, a pesar de los contrastes. Hoy vuelven a atracar cayucos en alguna otra playa, hoy casi cuatro años después de aquel desembarco, vuelven a mi las imágenes de aquel bebe, al ver nuevos niños jugándose la vida intentando acercarse a la media de vida europea y no perecer a los treinta si tienen suerte, y una vida que aquí muchos ni siquiera se atreverían a llamar así.

En los días en que el levante sopla casi susurrando, en el horizonte se dibuja la silueta de la gran cordillera del Atlas, que Hercules no falto de fuerza pero si de envergadura tan solo separo catorce kilómetros de nuestras costas europeas. Una distancia muy corta para alcanzar el tercer mundo. Hay que estar muy jodido para jugarse la vida en un viaje sin retorno asegurado, y no creo que el éxodo sea la solución, aunque si me viese en el lugar de aquellos náufragos, quizás, también yo hubiese tomado la misma decisión.

No hay comentarios: